domingo, 7 de noviembre de 2010

Capítulo II. Con el alma se nace, pero de vez en cuando se pierde y en ocasiones, para toda la vida…





La naturaleza muerta del escenario, no la resucitaba ni el paulatino desnudo indolente de los árboles, ni aquella pequeña ave por la que todos suspirábamos ni por supuesto esas presas potenciales que nos sentimos incapaces de colocar en este decorado, tampoco el viento osaba pasear por aquí, ni por diminuta grieta, ni rendija subterránea inexistente ni por la lógica corriente que los dos callejones debían provocar, las hojas sin sabia, caían rendidas y agitaban las otras hojas en su descenso que sin vida como los árboles no se resistían a caer, simplemente no caían para formar parte del amasijo de montañas de hojas, casi pasta, en lo que se estaba convirtiendo aquella alfombra ocre que ya era mucho más parda. Por que humedad si había aunque no hubiese cristal donde se condensase, excepto aquel del escaparate sin vida alguna dentro que generase el contraste calorífico necesario para que esto ocurra, ni hueso humano o animal que se resintiese de este rigor climático, no existe reuma sin vida, tampoco había rastro alguno de frío ni atisbamos en el panorama síntomas de calor, pero todos, el que escribe y cuenta y los que leen e imaginan, sabemos que esta mañana entre las nueve y las diez, era gélida. 



El devenir de las líneas, el tiempo en sentido figurado, nos ensimisma de tal modo y nos aburre tanto que la aparición de un alma, por más triste que esta sea, parece ser la única forma de sacarnos aún a tirones de los pelos de este tedio en el que todos nos hemos metido, no olvidemos que voluntario, aunque es de sentido común que los humanos nos aburrimos por gusto siempre o por falta precisamente de humanidad. En estas divagaciones gratuitas, parece estar ocurriendo algo, ya que el leve murmullo de silencio que de esta plaza llegaba, pareció enmudecer en un movimiento sutil y circular, creando un torbellino de estrépito y vacío empezando en la parte trasera de la iglesia, cayendo por las copas de los árboles, moviendo apenas nada la amalgama de hojas muertas del suelo, pasando por el callejón de la izquierda y deteniéndose en el de la derecha, por el que se ve aparecer una mano que levanta la solapa de un sombrero gris que parece llevar un hombre con bigote. 



Ese bigote, que recuerda mucho a aquellos con los que algunos sueñan y con los que la inmensa mayoría hemos tenido pesadillas, entra en la plaza girado hacia la izquierda, hasta que la esquina que le separa de la Librería, le permite por fin verla, momento en el que la vista se dirige al suelo, juraremos que de nuevo aunque no lo hayamos visto antes y los pasos hacia el centro entre los dos árboles, dirección al otro callejón. El hombre, de mediana edad, mediana estatura y mediano peso, quita su mano de la solapa del sombrero que había levantado para mirar a la librería y la introduce en el bolsillo derecho de su loden color verde loden, la otra mano, si es que tiene, en el otro bolsillo, el izquierdo. El ritmo cadencioso de sus pasos, contrastaba con la apatía de los mismos, pero lo que más llamaba la poca atención que nos llama del personaje, es el cuidado que éste estaba teniendo con el pavimento y sus fortuitos adornos, pareciera que no quisiera dejar constancia de haber estado allí, cuando ya se encontraba en el centro de la plaza, donde se detiene, saca su mano derecha y mira el reloj de oro que se escondía en la muñeca, bajo el loden, un jersey fino de lana gris y una camisa blanca de raso, después de un largo lapso de tiempo solo para ver la hora, una nueva mirada a la Librería y de nuevo el cuidadoso desfile cadencioso apático hasta salir por el lado opuesto al que apareció, regresa el murmullo silencioso y seguimos a la espera de un alma que nos ayude a contar lo que pretendemos. 



Los primeros rastros que no rayos de sol que llegan a la plaza, lo hacen atravesando las oquedades del campanario, y reflejándose en el escaparate de la librería, son estos mismos, los que nos permiten, después de una observación más certera, ver unos hilillos de humo que parecen de cigarrillo salir del callejón colocado a la izquierda de la librería y que nos atrevemos a decir que no pertenecen al hombre que miraba su reloj de oro en su mano derecha, la inercia de sus pasos le tuvieron que llevar más lejos que a esa esquina y no parecía muy dispuesto a desandar su desfile marcial, esta teoría peregrina basada solo en un deseo, nos lleva a pensar que esos zapatos que vemos cuando la ilusión nos agudiza un poco más la vista, pertenecen a unos pies diferentes a los que antes respetaban el manto de hojas, entre otras cosas, por que en la punta de los mismos no hay precisamente pulcritud, si no más bien desgana y dejadez, están muy sucios para ir en el mismo cuerpo que aquel abrigo de antes. 



En cualquier caso, las palabras esconden mucho más de lo que parece, y significan mucho menos de lo que deseamos, la comodidad de empezar este relato en el próximo capítulo, no se le escapará a nadie, pero tampoco a quien conoce el universo cóncavo a la vez que convexo de las vidas que giran entorno a esta librería en esta plaza que de no ser por el establecimiento no existiría ni en mi imaginación ni lo hará tampoco en su memoria, pero la situación me exige que esto sea así, de momento tenemos una ausencia total de motivación alguna, dos árboles indolentes que no deberían ni de ser talados, ya que no deberían ni existir, aparentan tener años y años de vida, pero han sido plantados y regados en un abrir y cerrar de ojos o en un abrir y dejar abierto de pensamientos, ya son mayores y acaban de nacer, de hecho, en este preciso instante podríamos borrarlos, sesgarlos de raíz, quedarían los arriates que los contienen y la historia sería la misma, es más, lo ocurrido sería lo mismo también si nunca hubiesen estado allí, podemos también tapiar la plaza entera, poner la librería, y a su librero en otro lugar, ellos si que no pueden faltar, pero la plaza existe desde antes incluso o quizá al mismo tiempo, como ese hombre que la cruzó sin aportarnos nada, podría no haber pasado, pero para pasar, necesitaba la plaza, o como ese otro que fuma, que sabemos que es un hombre por el tamaño de sus pies, podría no estar fumando, podría fumar en otro sitio donde no lo viésemos y podría también no existir, pero existe y lo conoceremos y tal vez nos alegremos de haberlo conocido, me refiero a todos nosotros, o tal vez ya lo conozcamos pero no nos hayamos dado cuenta. A todo esto, en la plaza ha entrado un hombre con un maletín de cuero marrón que se dirige directamente hacia esa librería con ese lema tan peculiar “Libros pintados y de escritores inéditos”.

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