lunes, 27 de diciembre de 2010

Capítulo III. La puntualidad es un agradable sacrificio involuntario para el cumplidor y una manía persecutoria para quien no lo es...



Ahí estaba Él esperando, como siempre a que el reloj de la iglesia marcase la hora de abrir. Hoy sabe que esperará algo más de tiempo, el mismo que no ha invertido en rasurarse la barba por culpa de una luz fundida, pero no va a abrir antes de que el reloj de la iglesia le diga con el rumor de sus campanas que es la hora de levantar la persiana de latón del tercio de fachada que corresponde a la puerta de la librería. 



Un cubre camisas de cuadros azules y rojos, envuelven un cuerpo demasiado encorvado para la edad que aparenta, entre los treinta y los cuarenta seguro pero no se sabe de qué límite está más cerca pudiera tener treintinueve o treintiuno pero nunca veintinueve ni cuarentiuno, un pantalón de pana gruesa de color marrón, se posa irregularmente sobre cada una de las botas negras de campo con los cordones muy cortos, que protegen del frío unos pies guardados en unos gruesos calcetines de lana del mismo color gris que el jersey del hombre que pasó de largo con aquel bigote. El aire desaliñado de nuestro librero, no lo habíamos dicho pero se entendía que era el librero, estaba realzado por un pelo que parecía no haber conocido peine alguno y unas marcas todavía de sábana que surcaban su rostro verticalmente. Sus ojos, se hundían, dentro de unas oscuras cuencas, y las pupilas apenas asomaban por entre unos párpados casi tan cerrados como la persiana de la librería pero con un tono aún más gris que esta. Las gafas, remendadas con cinta aislante de color marrón en una de sus patillas, se sostenían sobre unas diminutas orejas puntiagudas y despegadas, ciertamente aliviadas en su aspecto por el pelo que caía por esa zona y una nariz si cabe más breve que sus pabellones auditivos, era su boca, por destacar algo, la parte de su anatomía que más bondades sacaba del repertorio de adjetivos que tenemos a mano, unos labios perfilados, rodeaban una boca grande sin llegar a ser grosera, con unos dientes que se vieron esplendorosos cuando con un bostezo y un agitar de cabeza, daban los buenos días a primer cliente declarado de nuestra enigmática librería. 



Era un cliente que en nuestra descripción del librero, había llegado acompañado de un carro de la compra y se había colocado justo al otro extremo de la fachada, donde comienza el escaparate, nada que decir de él, era como aquel que cruzó la plaza pero sin loden, sin bigote, sin sombrero y todo nos hace suponer que sin reloj de oro en la mano derecha pero con un carrito de la compra en la izquierda. 



El humo que nos hizo suponer que en la esquina del callejón de la izquierda había un hombre desapareció, y en su lugar, apareció un hombre entero, un hombre joven, el más joven hasta el momento, no supera los treinta con total seguridad, una carpeta azul de cartón que pende de su mano derecha nos hace suponer que puede ser estudiante, pero en verdad no tiene pinta de eso y si de llevar una vida bohemia y nómada, a juzgar por los calcetines desparejados, azul uno y verde el otro, un pendiente en su ceja y otro en el labio inferior, la suciedad que comentábamos antes en sus zapatos y por último y lo que nos exculpará de la acusación de prejuicio alguno, una mochila de lona, tipo tapete militar por la que una cremallera rota, nos permite ver un montón de prendas arrugadas y remezcladas entre sí, que nos hacen difícil creer que este joven ha dormido dos noches seguidas en la misma cama o más aún, en cama alguna. 



El susurro de las campanas de la iglesia empezaron a decir que era la hora de abrir esa librería con ese lema tan peculiar “Libros pintados y de escritores inéditos”.

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