miércoles, 6 de octubre de 2010

Capítulo I. El tiempo pasaba por que no podía estarse quieto




Librería, decía un rótulo pintado a brocha con pintura blanca y letra de imprenta sobre un panel de color verde encima del tercio de fachada que ocupaba la puerta, una cancela de rejilla hexagonal de un color gris que a medida que se acercaba a los vértices iba oscureciendo este tono hasta ponerse casi negro, el tiempo o la humedad o ambos parecen tener la culpa, permitía leer un lema en la parte de la tienda que podría ser el escaparate y que ocupaba los otros dos tercios de la fachada, “Libros pintados y de escritores inéditos”, palabras dispuestas en forma oblicua si tenemos en cuenta que no eran ni horizontales ni verticales al plano y con tipo de letra redondilla, conclusión esta a la que se llega después de constatar el trazo recto de las líneas con la parte central de las curvas más gruesas de lo normal. Curioso lema para un establecimiento al que todavía no hemos puesto nombre, ya que este, suele aparecer siempre tras la persiana de latón que lapida la entrada, costumbre esta muy de la zona, atendiendo a una leyenda popular, que daba nacimiento en este barrio a un niño que por cuestiones obstétricas subdesarrolló hasta tal punto sus falanges que era capaz de introducirlas en cualquier cerradura y abrir cualquier puerta, no hablaba en tal caso la leyenda del subdesarrollo moral paralelo de sus progenitores, ni tampoco hoy habla nadie de la más que probable muerte del legendario y valga la redundancia Cerrojos. 


En la misma plaza, sigamos con la descripción del escenario, ningún otro establecimiento, ni tienda, ni quiosco, tan solo partes de atrás de antiguas casas bajas, ni una sola puerta trasera, ni tan siquiera de la iglesia, que también le da la espalda a la plaza desde su parte más baja hasta lo más alto del campanario, ninguna calzada al uso permite acceder en coche a este recinto, sólo dos estrechos callejones de no más de un metro de ancho cada uno, estos callejones, que también podríamos llamar pasadizos, se enfrentan en los vértices opuestos del sitio que digamos tienen como forma poligonal más parecida el cuadrado. A estas horas, vayamos terminando con los detalles que menos interesan, en las que el sol todavía no ha concedido ni un rayo de esperanza, el único rastro de vida y leve movimiento que puede llegar a las retinas del espectador, ya sea viandante perdido, paseante madrugador o narrador que pretende describir un rincón imaginario, existente solo en su cabeza, es el mecer de las ramas de dos árboles tremendamente cansados, que van depositando como meconio otoñal, las primeras hojas de la mañana en el helado pavimento agrietado, por el poco uso y los contrastes de las temperaturas. Cabe destacar, casi por último, que ni el viandante perdido, ni el paseante madrugador ni el vespertino, ni por supuesto este narrador, habían visto antes una plaza tan extraña, dos callejones, una librería, ni un solo banco donde sentarse y ni una puerta que se asome a ella, excepción hecha de la que se esconde tras las persianas de la librería, lejos del alcance del Cerrojos. 



Los árboles siguen tejiendo su particular alfombra ocre con las unidades de sus más pequeñas extremidades que van muriendo, digamos así esta vez las hojas que caen, deseosos de que alguien la deshaga y del mismo modo, cuando las campanas parecen haberse resignado a no ser escuchadas desde este punto anestesiado de la ciudad y como un niño enfadado o una mujer u hombre despechados, tañen con furia hacia todos los puntos de la localidad, siendo escuchados aquí, con escasa o nula resonancia, como si dentro de un pozo ciego estuviesen o estuviésemos los que aquí estamos, aunque en verdad ahí no estemos. 



Pudiera ser que las campanas, hayan sonado nueve veces, pero no podemos realmente asegurarlo por eso que contábamos antes del pozo ciego, lo que quizá nos aventuraremos a suponer en incluso nos atreveremos a decir es que por ser día de trabajo este que hemos elegido para contar aquello y si mezclamos este dato con que ya es de día, podemos concluir diciendo que demasiado tarde sería en esta época para que hubiesen sonado ocho veces los gigantescos cencerros de la iglesia y más que pronto para que lo hayan hecho diez, habida cuenta que permanece en su estado original la persiana de latón, que si recordamos nos impide ver el más que seguro triste nombre de la librería con aquel curioso lema, por otro lado aunque aún no lo sepamos, cuando conozcamos al dueño o propietario y a la vez dependiente del establecimiento, sabremos que no es normal ni admisible a su carácter y formas de vida, que habiendo marcado el reloj de la iglesia, que por supuesto no da a este lado, las diez de la mañana, sería imposible e incluso intolerable que aún no estuviese abierta la puerta, que en realidad y volvemos a recordarlo, es la única de esta plaza. 



Como nada forzado ejercicio de empatía, el narrador agradecería también, igual que el lector, la aparición de al menos un carnívoro en esta escena, a poder ser bípedo, de no ser así quizá sirviese un simple pajarillo que hambriento se dejase llevar por estos lares en busca y captura de algún insecto o pequeño reptil que pese a no verse, con total seguridad debe habitar entorno a este desolador paisaje, con este acontecimiento y su consiguiente descripción, ganaríamos líneas, tiempo queremos decir, para empezar a relatar lo que verdaderamente intentamos contar desde el momento que se abra o quizá un poco antes, esa librería con ese lema tan peculiar “Libros pintados y de escritores inéditos”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario